Como cada sábado, mi despertador sonaba a las 9h., no soporto echar largas jornadas en la cama en fin de semana. Me hace sentir una extraña sensación de pérdida de tiempo. En fin, con olor a café recién hecho y una extraña sensación por mis sueños de la noche anterior, daba comienzo mi día.
Este era uno de esos fines de semana en los que te propones tantas cosas que te sientes orgullosa de ti misma incluso solo por el hecho de apuntarlas, pero… conforme transcurren los días, te das cuenta que a veces hay que plantearse objetivos algo más alcanzables.
En fin, empezaba noviembre con cosas pendientes a parte de con 93302923 mensajes sin leer. No sabéis como echo de menos aquellos viejos móviles en los que solo podías llamar y enviar sms ¡Qué tiempos aquellos! Esos aparatejos versátiles que hacían de herramienta de comunicación y de arma arrojadiza, a la vez.

Lo recuerdo como si fuera ayer, mi primer móvil fue un alcatel verde agua y lo gané en un concurso en el cole. Los que le siguieron fueron algo más pequeños y siempre, los terminaba customizando. Aunque si os confieso algo, lo que más me gustaba era esa continua declaración de intenciones. El filtreo y vínculo que se creaba entre el móvil, tus contactos y tú. Cada sms, era una larga espera que componía una parte de una historia. Cómplices que apuraban el número de letras para no colarte en los sms. Los toques, las perdidas… el storytelling perfecto.
Pero desde aquel entonces, han pasado muchas historias (y muchos whatsapp’s) por mi vida. Antes esto siempre, agitado, no mezclado.