¿No os ha pasado nunca cuando deseas no despertarte del sueño porque quieres saber como acabará? A mi me sucede a menudo, la última vez me encontraba en la playa, aún puedo notar la arena entre mis dedos, el sonido del mar resonaba en mis oídos y la brisa marina chocaba en mi cara, cuando me desperté era mi sobrina soplándome (creía que estaba muerta o algo por el estilo).
No voy a entrar en teorías sobre el significado de los sueños, eso se lo dejo a los expertos de la materia… Pero os voy a decir algo, no todo el mundo tiene el don de soñar.
“Me compraba los libros a escondidas, y se me pasaban las horas viviendo aquellas historias. Olvidando hacer los recados”. Mi abuela me ha contado esa historia unas cuantas veces, no podría decir cuántas con exactitud. Siempre que me habla de su madre y de su pasión por la lectura, por vivir aventuras que se hacían reales más allá del papel, su cara vuelve a adquirir esa inocencia que solo se tiene durante la niñez. Sus ojos se abren un poco más de lo habitual. Sus manos empiezan a trabajar algo más rápido, gesticulando al ritmo que marca cada palabra. Sonríe recordando. Y yo sonrío mientras ella recuerda.
Me hace gracia ver que ya solo se acuerda de lo que ocurrió años atrás, cuando todos sus seres especiales todavía estaban a su lado. Lo que hizo ayer o lo que ha comido esta mañana, no importa, no queda, no se recuerda. Memoria selectiva. Memoria del corazón.
La imagino leyendo bajo la luz de la vela, del mismo modo que mi hermana me leía y yo escuchaba los desenlaces mientras dibujaba vestidos. Cosas con las que un niño se siente el rey del mundo y mucho más, tal vez. De 92 años, ese recuerdo es uno de sus favoritos. De 25 años, dibujar, es uno de los míos. Ella no habla de cuando tuvo una televisión por primera vez o de cuando discutió con la vecina del primero. No habla de cuando jugaba a la brisca o de cuando trabajaba haciendo gafas. Los recuerdos, las diapositivas supongo que siguen ahí. Pero no, no habla de ello.
En cambio, siempre recuerda, cuando pasamos por una librería, que ahí era donde compraba los amasijos de libros que, tanto adoraba leer. También recuerda siempre cómo mi abuelo adoraba las siestas y sus tapitas en el bar. Que nunca le ha gustado su nombre, Manolita, pero su padre tenía adoración por él. Aquellos bailes en el pueblo, y qué decir, de las eternas mudanzas…pero poco más.
Las cosas sencillas, un poco de la familia y el amor. Nada más queda en la caja de recuerdos cuando se es mayor. No hay cabida para los malos sentimientos, para lo material, para la belleza fugaz: tienen restringido el paso.
Nosotros, de mayores, no sé bien qué recordaremos. Confío en que toda la frialdad que nos envuelve a diario se acabe convirtiendo en otro tipo de envoltorio. Porque sabemos lo que cuenta, no creo que se nos olvide en ningún momento. Vivimos teniendo presente qué es lo importante, pero creemos que tendremos tiempo para vivirlo cuando tengamos más tiempo, cuando seamos más libres, cuando… no quede tiempo. Somos el enfermo que no pone remedio, el que pasa de tomar la medicina, el que prefiere quejarse con un apuff tirado en la cama antes que levantarse y echarle un par.
Cuando seamos ancianos, porque lo acabaremos siendo, no importará si tenemos o no Wifi, si alguien nos dejó de seguir, si pudimos tener un armario plagado de prendas de marca, si viajamos lo suficiente como para dar envidia a nuestros contactos. No importará lo mucho que nos hayamos dejado la piel tratando de esforzarnos a cada paso dejando de lado lo más increíble: la vida en sí, la vida de los nuestros, nuestra propia vida.
No digas que no tienes tiempo: el tiempo lo crean las ganas. Así que sal, ve a ver a los tuyos, trata de ser feliz y de cumplir tus sueños, haz que tus recuerdos de mañana sean mucho más, que no se conviertan en lo que imaginaste que sería y que nunca pudo ser ¡Y disfruta de lo sencillo!
Tengo al lado una mujer que fue feliz leyendo libros. Tienes detrás de estas letras a una que lo fue diseñando vestidos.