Me encanta escribir cuando algo me atormenta. Cuando no sé si entro o salgo. Si voy o vengo. Me encanta escribir cuando me debato entre esos polos que son el sí y el no. Cuando no me sale nada y querría contarlo todo. Cuando dudo si llevar a cabo ese proyecto, ese sueño que habita en mi cabeza desde hace mucho. Me encanta escribir aunque lo que salga de mis dedos, nadie lo entienda más que yo. Cuando las ideas se amontonan y las palabras no fluyen como deberían, no al menos como me gustaría.
Me encanta escribir cuando mi cabeza da vueltas a un ritmo difícil de controlar. Cuando mi cuerpo está en Marte. Y mi alma se quedó perdida en algún lugar lejos de aquí. Me encanta escribir en mi intento de desahogarme.
También es cierto que me cuesta. Cuando más quiero hacerlo, cuando más me importa, cuando más lo necesito. Cuando quiero y no puedo. Cuando tengo y no debo. Porque hay momentos en los que la vida nos ofrece su peor cara, la más fea, esa que nadie quiere ver. Y es ahí cuando más cuesta.
Pero aún con todo, aún en esas, siempre recurro a lo mismo. A sentarme frente a la pantalla, a soltarme, a pensar poquito y teclear mucho. A que sean las letras las que me lleven donde ellas quieran. Y yo, mientras tanto, me dejaré llevar e intentaré contar todo a mi manera. Como en el Príncipe de las mareas, cuando Nick Nolte va al psiquiatra y, recostado en un diván de diseño con vistas increíbles a una gran ciudad, se pasa horas hablando para sí mismo mientras una Barbra Streisand, escucha y apunta cuidadosamente todo en una carpeta con folios amarillos.
Es cuando mejor se escribe.
Un saludo.
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