“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, dijo el tío Ben a Spiderman (aunque quien lo dijera primero fuera Roosevelt, pero al final ya sabéis lo que pasa con estas cosas, que se queda lo último… y más si hablamos de Spiderman, claro). Existen poderes que te llevan a querer salvar el mundo (por auténtica vocación o porque no te queda otra), que te obligan a luchar contra el enemigo, que te empujan hacia un destino del que no puedes escapar y del que, te acabas sintiendo orgulloso. “El universo me ha elegido a mí… ¡y sólo a mí!” Y pasa lo que pasa, que te vienes arriba y le coges gusto a eso de ser superhéroe.
Pero existen otro tipo de poderes, poderes mucho más tangibles, mucho más alcanzables por cualquiera de nosotros. No tienen nada que ver con capas ni telarañas. No tienen nada en común con los típicos dones de héroes de cómic. Y lo cierto es que, aunque podáis pensar que no, son mucho más valiosos. Hablo del poder de las personas, en general. Hablo del poder de las palabras, en particular.
Tal vez no estéis de acuerdo conmigo. Tal vez veáis las palabras de una forma diferente a la mía, o que no creáis en su poder como tal. Pero yo sí lo creo. Creo que lo más importante que tenemos es nuestra capacidad para expresarnos, para hablar, para leer, para escribir, para amar. Las palabras dichas permanecen, vuelan rápido y chocan de golpe contra quien las recibe, golpean, lloran, aman, sueñan con ser entendidas, ansían ser escuchadas.
Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Nuestro poder son nuestros actos, nuestras letras, lo que nos ahoga o lo que nos impulsa a ser mejores personas. Toda palabra tiene su consecuencia. Todo hecho tiene memoria.
Hoy, en este día raro, me siento más marciana que nunca. Por ello, ante esta ola voy a lanzar yo mis dardos. Me indigna el sonido de mi despertador, tener siempre ojeras. Me indigna que mi vestido favorito deje de serlo, que las sandalias siempre me rocen, que las cremalleras de mis bolsos siempre se estropeen, que los coleteros del pelo siempre se me pierdan. Me indigna que piensen que ser sensible es sinónimo a ser débil. Me indignan los chicos que con la excusa de “yo es que soy un poco pasota, pero me gustas mucho”, pasen de tu cara, de la de tu madre y de la de toda tu familia. Me indigna que nadie quiera sentir pero todos lean poesía. Me indigna que cuando digo que no me apetece un plan me insistan y que cuando estoy all by myself , como Bridget Jones, siga así… all by myself.
Me indigna tener que ir siempre corriendo, no poder pararme. Me indigna el ruido crispante que hace mi coche al arrancar y cuando tengo que ponerle el luma a la moto. Me indignan los que te miran mientras aparcas. Me indigna la gente que no escucha. Me indigna la gente que solo ve el fallo.
Me indigna que no me lleguen Whatsapps cuando los deseo y que me arda el móvil cuando solo quiero apagar el cerebro. Me indigna que los cuentos no existan, ¿por qué, por qué, por qué no existen, maldita sea?
Me indigna que nadie tenga aguante, que nadie tenga cuerda, que nadie tenga paciencia. Me indigna el insulto, la rabia y la falta de autoestima. Me indigna la gente que habla sin saber, y aquella que comenta y demasiado. Me indigna la posibilidad de convertirme en un ser rutinario y apagado. Por ello escribo esta carta. Porque como persona tengo ciertos poderes y ciertas responsabilidades.
Tampoco hace falta mucho más para vivir en paz ya sea en en el mundo real o en el 2.0. Usemos nuestro poder con responsabilidad. Porque si Spiderman pudo salvar al mundo, nosotros más.