Según los grandes gurùs del siglo XXI la generación de los milenialls (a la cual pertenezco de forma muy horada) somos la generación del “uff”, nos pasamos todo el día con el resoplido en la boca, antes de que suceda cualquier cambio ya nuestra mandíbula se adelanta para hacer de las suyas. Y con esto, no me refiera al 100 % de los casos, porque siempre hay personas encantadoras que sustituyen cualquier resoplido por una sonrisa profident.
Hace un tiempo leí en una revista que la crítica destructiva supone del 30 al 40% de los temas de conversación. En EEUU, el reverendo Will Bowen propuso hacer un experimento. Entregó a su congregación una pulsera morada que implicaba un reto: pasar 21 días sin quejarse, aunque se podían hacer comentarios negativos, siempre que fueran desde el respeto y con una solución. El resultado fue que sus feligreses, en vez de despotricar sin fin, empezaron a resolver sus problemas, sintiéndose más unidos y felices. A raíz de esta prueba, Bowen ha escrito un libro, (convertido ya en best seller) llamado Un mundo sin quejas, y lo que es más importante, ya se han repartido más de 10 millones de pulseras.
Decido poner en marcha las enseñanzas de este buen hombre y me propongo pasar una semana entera sin quejarme, palabra, partiendo de la base, que no soy de quejarme, o eso creo, y que estoy a favor de las protestas justas y que nada me gustaría menos que convertirme en ese tipo de personas avestruz, que esconden la cabeza y se niegan a ver los problemas.
El, muchas veces mal entendido, pensamiento positivo ha provocado muchas miopías. Creo firmemente que muchos de los logros y avances de la humanidad hay que agradecérselos a los protestones. Pero una cosa es la protesta dirigida a un fin y otra el pataleo improductivo, que no conduce a nada. Hace tiempo yo pensaba que si conducía a algo, el desahogo. Los bebés lloran cuando algo les molesta, incluso cuando no tienen frío, ni hambre y sus pañales están limpios, no sufren en silencio, y, consecuentemente, son más sanos y espontáneos que nosotros. Desde hace algún tiempo he empezado a pensar que las quejas funcionan un poco como las nuevas tecnologías. Uno las sube a la nube, las almacena pero no las publica y ahí se quedan. Miles de quejas se apilan cada día en el storage de Quejigram, sin que nadie las atienda, ni las escuche y así, van encapotando nuestros cielos y nos obligan a vivir eternos días nublados.
Por ello, os animo a uniros a este reto, poneros vuestra pulsera para recordaros que estáis en vuestra semana complain less. Porque tanto tú como yo, sabemos que no hace falta ser mártires y ni personas sacrificadas para tener tendencia a quejarse (ellos tienen más motivos). La soltera que se quedó cuidando de sus parientes, el marido o la mujer que no se divorciaron a tiempo y que aguantaron por sus hijos o por otras razones; el que cuida a un enfermo de alzheimer 24 horas al día y rechaza cualquier tipo ayuda. Todos son candidatos seguros a la queja. Si uno pretende dejar de quejarse, debe también evitar, en la medida de lo posible, las situaciones que tienen muchas posibilidades de derivar en protesta.
Antes siempre pensaba que las personas que no se quejan son las más felices, por eso no protestan; pero cabe también la posibilidad de que hayan alcanzado la felicidad, precisamente por no quejarse.